30.8.06

(flor II)

No saben qué bonita me veo hundida en este océano de magia cuántica.
Tengo la piel llena de corazones dibujados.

tiza

(yo tampoco puedo escribir con tiza el corazón en la pared)

(29/8)

28.8.06

Sobre la lucha

Creo que encontré las palabras para entender el porqué de mi ensañamiento con la apatía del vulgo; ésa que todo lo vuelve sano y metódico, la culpable de que cantemos siempre a mediavoz. Y es que nunca voy a perdonarle que haya desplazado la palabra lucha al mero papel de hipérbole fácil.
Antes, se luchaba por el país, por la justicia social, por sobrevivir. Ahora, en cambio, se lucha con los niños para bañarlos, con el perro para quitarle un juguete, se lucha contra el deseo de irse a dormir cuando hay que hacer tarea. Ya ni en las guerras se lucha (nada más viene uno y pone muchas bombas), y eso que guerras tenemos de sobra.
Una acepción cotidiana y veraz, como si la dijese Borges: la poesía es la lucha con el canto y el verso. Al menos sé en carne propia que eso no es una metáfora. Y mucho menos una hipérbole manoseada y babeada por apáticos cobardes que no luchan ni por su propia vida.
Estoy chinchuda, sí. Y tengo mucho ardor para enfrentarme a Cosas Malvadas... lástima que mi energía decrece con el sol, y que por las noches me vuelvo blanda como de agua.


(28/8/06)

(yo esperé)

Y como hace tantos días que no suena el teléfono, me cansé de simplemente deshojar las alas y decidí salir a ver.
Tuve que vendar mis pies y arroparlos, dibujarme un rostro, cambiar mi camisón por esos trajes negros y esconder las alas bajo una enorme peluca alambrada de invisibles. Todo porque no quería que la gente me mirara raro; ellos sabían que yo había llorado por la calle, y no querían que se acordaran más.
Así que abrí la puerta sin llave, y vi, y me acordé el porqué de los nombres de los colores. Salí de puntillas, suspiré, me senté en la acera a esperar a que alguien me besara.
Nadie lo hizo. Yo cerraba los ojos y me estremecía de nervios esperando el momento brujo. Yo cerraba los ojos y buscaba entre las miles de voces que rodaban alrededor. Yo cerraba los ojos y esperaba, pero nadie vino a mí.
En algún momento me ganó la impaciencia y salí por las calles a buscarme, buscar una voz que pudiese decir mi nombre. Encontré miles de rostros que no podía besar; las brujas por indignas y los niños por sagrados. Giré por los barrios y las plazas que anochecían, mas cuando el crepúsculo pesó demasiado en mis párpados, tuve que volver.
No lloré. No quería que nadie me viera llorando otra vez, aunque así pudieran notarme. Yo nada más quería que alguien me besara, pero descubrí que la ciudad había sido saqueada de corazones míos, y que ya nadie me recordaba por allí.
Me parece que algún otro día me olvidé que todos se habían ido y volví a salir, pero no me acuerdo. Igual, ya casi nunca cierro los ojos.


(26/8/06)

Fiebre

A continuación, algunas reflexiones sobre la fiebre.

Sabemos a qué se llama “febril”... es una exaltación que raya la inconsciencia. “fig ardoroso, desasosegado”, dice esa excusa de diccionario. Y le creo. Febril era la pasión –hoy imposible de comprender- por Elvis Presley. Febril es el síndrome de amor de primavera. Febril Allan Poe escribiendo su poesía trágica.
Yo digo que soy febril. No siempre, por supuesto. Y menos durante estos viajes en que persigo al sosiego. Pero hay un comportamiento convulso en mi interior del que no puedo deshacerme. Sostengo que mi problema es la fiebre.
Porque, en realidad... tener fiebre es mucho más que sólo estar desquiciado. Es el cuerpo hirviente y los sueños helados. Es volver amapola la piel, y sentir cómo las gotas de agua atacan como dagas. Es calor, desconsuelo, augurio de una maldad emergente. Es sueño siempre, y fuerza fluctuante.
Es dos: querer dormir y no poder. Tener calor y tener frío. Mezclar en delirios los dos mundos que nos componen.
Es como yo, siempre.
Al fin, tenía razón. Yo tengo fiebre. Es ése mi problema.


(No... ya probé con Ibupofreno...)


(24/8/06)

27.8.06

(pucherito)

...y yo dije: no me va a importar, no me va a importar, no me va a
pero era mentira, claro, como todas las cosas que digo tapándome los oídos.
Y ella, que no me habla. Y él, que desaparece en sonrisas. Y los dos que me arrancan y me devuelven destruída... y yo, como siempre, vuelvo a dormir para ver si se me pasa... para ver si en los sueños, al menos, encuentro algo para brazar.
Tonto. No estoy contenta. Estoy haciendo pucheritos.

24.8.06

algo pa' compartir

Una frase (una sola), dibujada en una pared, rodeada de todos esos clichès que ya conocemos, pero que no podemos condenar del todo. Y ella, pura, perfecta, llamándome a voces y decidida a no partir jamás de mí.
"¿Cuántos años son quince pero sin abrazos?"
Y no saberlo hace nacer cosas extrañas en mí. Cuántos son. Cuántos serán. Difícil, difícil pregunta.
Oremos.

22.8.06

Sueños

Yo, de las personas que me son puro ángel, me enamoro en los sueños. Es extraño; no sé por qué sucede. Sólo están ahí, en la gigantesca casa de cristal, y me cortejan con dulzura, casi me besan, pero no, y es increíble.
No me quito de la cabeza: las escaleras, el marfil y lo blanco que todo lo calma. La cercanía de un cuerpo, lo liviano de las formas, ninguna dualidad. No es posible hacer con los sueños mucho más que soñarlos: desearlos, escribirlos, manejarlos, los opaca. Pero hay algo en ellos que deja una huella en mí, y hace que ande todo el día enamorada del ángel.
Dos datos curiosos: En mis sueños los rostros son difusos, y los sonidos, inexistentes. No es en realidad que sueñe así truncado, sino que no puedo recordar esos dos atributos, y se pierden para siempre.
Lo más extraño de esto es la imagen que no puedo borrarme de la cabeza: alguien gritando de horror. Muy impresionante... pero ¿cómo es que perdura, sin rostro y sin sonido?
Para que sepas: No sé si quiero medicar mi memoria. Pocas cosas son tan apasionantes de estudiar sobre mí.
Hasta mañana.


(que sueñen con los angelitos, y que duerman bien)


(18/8/06)

15.8.06

Regale Una flor En Cinco Pasos

1) Recorra las cuadras tristes de la ciudad, pensando en cualquier cosa que no tenga nada que ver con esto. Se pueden usar zapatillas.
Sugerencias para gente sin imaginación: Cuente ovejas en series de seis colores en orden. Por ejemplo: rojo, amarillo, verde, azul, blanco y violeta. O no... esperen... el blanco no. Rojo, amarillo, verde, azul, magenta opaco y violeta. O cambiando los primeros: amarillo, rojo, verde, azul, magenta opaco y violeta.
2) En cuanto un color –o, en caso de los jazmines, un perfume- lo asalte, deténgase de inmediato. Ése es el momento correcto, y dejarlo pasar acarrearía desgracias cósmicas. Ubique la flor adecuada, y tómela con cuidado. Recuerde que la está matando horriblemente sólo para que cumpla su Destino.
3) Sostenga la flor entre sus dedos pulgar e índice y manténgala erguida toda el camino hasta la casa de Daniel. Si hay viento, protéjala con la otra mano.
4) Ya en la casa, toque el timbre musical y dispóngase a entregar la flor a la primera persona a la que le sea lícito sonreír. Recuerde: no vale espiar, ni planear el destinatario. Usted está llevando a cabo una delicadísima operación de amor al prójimo.
5) En cuanto alguien abra la puerta extienda la mano (no mire las cortinas), baje los ojos tímidamente y sonría. Si es posible, sonrójese. Nada superará la ternura de su acto.

Nota: Efectuados estos cinco pasos, usted habrá regalado una flor. En caso de variaciones, consulte a nuestras líneas, pues puede que haya efectuado alguna otra acción, como comer una flor o regalar un hipopótamo.

(14/8)

10.8.06

Diálogo

- No sé por qué sucede esto; pareciera que el olor del humo se aferrara a mi piel... no sé... Yo no puedo sentirlo, pero él...
- ¿Él, quién?
- Él dice... dice siempre que huelo a humo. Aquí, en esta ciudad. Es sólo en esta ciudad.
- Eso es porque siente el olor de las cosas que aún no se han quemado.
- Y ¿vos cómo sabés? ¿vos también lo sentís?
- Claro.
(un silencio)
- Ah.

Dos felices explicaciones

(...) En un amor de primer género, ustedes están allí perpetuamente en ese régimen de los encuentros entre partes extrínsecas. En lo que se llama <> tienen, en cambio, una composición de relación.
En el segundo género del conocimiento ustedes tienen una especie de composición de las relaciones, unas con otras. Ya no están en el régimen de las ideas inadecuadas –es decir el efecto de una parte sobre las mías, el efecto de una parte exterior o de un cuerpo exterior sobre el mío-. Ahí ustedes alcanzan un dominio más profundo, que es la composición de relaciones características de un cuerpo con las relaciones característica de otro y esa especie de flexibilidad o de ritmo que hace que cuando ustedes presentan su cuerpo –y entonces también su alma- lo hagan bajo la relación que se compone más directamente con la relación del otro. Ustedes sienten que es una extraña alegría. Éste es el segundo género del conocimiento. (...)

(...) Todos, aun el último de los miserables, ha hecho esta experiencia; aun el último de los cretinos ha pasado al lado de algo ante lo que dice <> Siempre se sale un poco del primer género del conocimiento; en términos spinozistas, se comprende aun sobre un punto minúsculo, se tiene o bien la intuición de algo esencial o bien la comprensión de una relación.
Se puede generalizar: muy poca gente es completamente idiota, siempre hay una cosa que comprenden. Por ejemplo, algunos tienen un sorprendente sentir de tal animal... o bien un sentir de la madera: <>. Pasamos el tiempo haciendo estas experiencias... se tiene la impresión de que aun el peor payaso, en un punto deja de ser payaso. Nadie está condenado al primer género del conocimiento, siempre hay una pequeña esperanza. Siempre hay un resplandor en alguien. (...)

de Gilles Deleuze, “En medio de Spinoza”.

4.8.06

guerra

guerra es en todas partes. al otro lado del mar hay guerra, y en el centro de mis dedos, como si un solo concepto simultáneo nos atormentara a ambos.
guerra como un aullido gutural venido de insondables siglos anteriores a que yo escuchara; guerra presa en los ojos de los tordos, en los labios de un hombre, y yo, ciega de miedo.
guerra y fuego helado, fuego que no quita jamás el frío sin ecos que abraza la médula. guerra es en todas partes (en sus techos, en la curva de mi cuello del espejo), en todas partes.
y cuando el mandato de sublimar se vuelve barro (alguien se detiene a llorar entre la gente que sigue andando), la piel se vuelve barro, el mundo que se ha quitado los ojos no es más que barro... y guerra. guerra en todas partes.
ella es en todas partes.



4/8 madrugada

2.8.06

El tiempo de dejar los carteles

En rededor están sucediendo cosas extrañas. Uno no puede saberlas exactamente... se presienten, como tal vez música en la lejanía (esos momentos en que la frontera entre sentidos y recuerdos se funde de improviso, cruzando la calle Santa Fe, y frente a una vieja fábrica quemada). No es que dude de su existencia, sino que soplan entre nosotros con tanta fatalidad, que nuestros cuerpos cansados prefieren observar un cartel.
Porque las cosas extrañas no tienen colores (¡qué tontería! ¡colores...!), sino que ocupan un lugar en la existencia que se acerca al tacto o al olfato, pero que nunca llega, se vuelve agua fantástica, se vuelve un componente del frío de invierno.
No sé por qué lo explico, todos sabemos. ¿Acaso no hemos sido los ojos para esas cosas? Tan fuerte pasan, nos alborotan... el suspiro que rompe la cáscara. Y los brotes benditos que asoman a su paso son lo que nos salva del instante. No hay mucho más.
Yo sé que estas crónicas de lo maravilloso son poca cosa, no más que una sensación de incómoda fascinación chiquita. Pero a quién le importa, al fin. Si el tiempo de dejar los carteles y viajar aquí dentro ya empezó hace rato.


(29/7/06)

Bueno, sí. Lo admito: Me gusta el rosa. Me gustan las cortinas terribles de Daniel con ese rosa perlado y brillante, y sus enaguas con horripilantes puntillas y caladitos. Me gustan los camisones de algodón que son rosas con conejos o con rayas (o con rayas y conejos) y si tuviera uno y pantuflas de Einstein, moriría de felicidad. También me gusta el diminuto elefante vestido de rosa que habita en mi repisa, y le doy beso de antes de ir a dormir y eso a quién le importa. Duele esta verdad, sí, pero no estoy siendo más que completamente sincera.
Es... la terrible verdad. No sólo adoro las casas viejas con balcones panzudos y jardines tenebrosos, los tigres, la taza blanca, la palabra emperatriz: también me encantan los hipopótamos que parecen berenjenas, y aquella alcancía del asquerosamente hipertierno cerdito dorado. Y los pececitos anaranjados... ¡ah, pececitos!... sus redondas pancitas subacuáticas son TAN IRRESISTIBLEMENTE TIERNAS que, algún día que reviente, me lanzaré sobre ellos y los morderé hasta arrancarles el último filamento de piel.
Sí. Me gustan las cosas tiernas, y además me gusta comerlas. No es gracioso... ¡es un problema grave! Mi inserción en la sociedad es ya bastante complicada como para que ande persiguiendo cachorros y llaveros de Puka para destrozarlos con los dientes. Por eso vengo acá y abandono mi usual estilo pomposo... para poder confesar, así, sin más, toda mi hambre enferma de rosa y cachetes de bebé.
Vos sos el único que sabe esto. Gracias por escucharme.


(25/ 7/ 06)

De cómo sucedieron las cosas

Las manos escarchadas de piedra, frágil ya por los siglos que pesaban, se sacudieron el polvo y los pegotes. Fue un suceso increíble. Los ojos pecaminosos que las escrutaban se alborotaron enseguida y dieron la señal a las Luciérnagas, pero sólo a las amarillas. Desde entonces sobrevolaron el cuerpo y, por sobre todo, las manos, que habían sido marcadas para siempre.
Sacudirse el polvo, como sabemos, no está muy mal. Sólo un poco, solo cuando el polvo es Polvo Mágico, pero este no era... ¡era polvo de azufre! ¡era cosa prohibida, y nadie preguntó si así era! Es por eso que las manos se enojaron al tercer día de las luciérnagas amarillas.
- ¿No nos dejaréis nunca en paz? ¡ey! ¡a vosotras les hablo!
- ¿Cuándo se irán por fin y nos dejarán en paz con la oscuridad?
Pero ellas siguieron revoloteando alrededor como si nada, livianamente y, sin embargo, con esa mirada inculpadora que tienen siempre; no contestaron, porque las luciérnagas no hablan. En especial las amarillas.
Los ojos pecaminosos eran espiohólicos. No podían dejar de mirar. Así que descuidaron sus asuntos de iris y retina para ver, ver siempre, ver todo el tiempo lo que las manos hacían, a la luz permanente de la noche-nunca.
Ellas hicieron caso omiso de los espectadores y se dispusieron a devorar el espacio que las condenaba. Hicieron con él bollitos que parecían de pan, e hicieron hilitos que parecían fideos y muchas cosas increíbles. No sé cómo los devoraron. Saben, las manos no tienen boca. Por eso son manos.
Bueno, el hecho es que la distancia fue distinta y eso (¡qué paradoja!) no fue un problema para los ojos pecaminosos, sino más bien les molestaba la placidez de las manos. El espacio seguía igual, todas las cosas en su lugar, pero la distancia... fue devorada en pequeñas cenas a la luz de las luciérnagas.
Entonces las manos alcanzaron otras manos y nada (nada) de lo que conté antes importó entonces.