17.12.08

Reflexión acaso errónea sobre ciertas imperfecciones del número tres

  Tres hombres me caminan por la piel. Cada uno arrastrando el peso que pueden cargar en los ojos. Cada uno con la mirada abollada por manos un poco anónimas. Cada uno con su color especial para el silencio.

  Son tres. Eso quiere decir que es uno, es uno, es uno, agrupados por la imbecilidad que comparten la matemática y las palabras.
  Cada uno es todo. Él tiene un pasado que todavía se le escapa por la boca. Él tiene un pasado que se le escapa todavía por la boca. Él tiene un pasado que todavía se le escapa por la boca. En este párrafo, la palabra también no existe.
  Ninguno puede, pudo ni podrá soportar jamás ser agrupado dentro del número tres. Eso quiere decir que ninguno ha de leer nunca estas palabras. Ni tampoco aquel texto que los agrupa de a cinco. Ni ése en que logro nombrar más de diez. A cambio de no decirles la verdad, ellos tampoco van a revelarme las listas en que han escrito mi nombre.
  Camino en la cabeza de tres hombres. Acaso porque los tres se equivocan en lo mismo: confunden la belleza con el placer de ver. Y erigen torres de palabras sobre esa indistinción. Yo protesto un poco, pero los dejo hacer. Nunca me creen cuando digo algo que importa.
  Sobre mi piel, en caminos que casi no se cruzan, van tres hombres que merecen palabras con parasiempres. Dentro de ellos, en cada cabecita despeinada, voy yo. Ahí estoy, me veo, a paso manso, a ningún apuro porque ahí la muerte no existe. Y a ellos el miedo les dobla la mirada cada vez que dejo de sonreír.

4.12.08

(al fin pude escribir este auchi)

  El amor que queda amontonado cuando dejamos de enchastrarlo en la cara del culpable se parece bastante a un acolchado. Y es verano, qué voy a hacer con todo esto. Si lo pongo encima de la mesa, dónde hago lo deberes; si lo pongo en la repisa, dónde guardo mis libros. Si lo tiro por la ventana no, que se va a mojar cuando llueva, o el perro lo va a olfatear, pobre amor mío que no tiene una casucha donde esconderse. 

- Tiralo a la mierda -me dice mamá, a la que no le gusta amontonar cosas viejas. No sabe, nunca sabrá, que tengo más acolchados escondidos en el sótano y me rasguñan cuando bajo a buscar alguna otra cosa.
  Dónde lo pongo. Un lugar donde esté cómodo, no todo apretado. Uno termina por encariñarse con el amor. Sobre mi cama voy yo. Abajo de mi cama hay otra cama. Y abajo de esa otra cama duermen mis fantasmas más cercanos. ¿Y si me lo como?
No, qué horror, cómo te vas a comer al amor.
Por qué no, a lo mejor es rico.
  Y mientras tanto el acolchado crece como un monstruo escarlata y mojado. O mejor dicho es un monstruo mojado y rojo que es como si creciera, no sé. Cuando está manso y me acaricia siento sus manos enormes pesar sobre mi cuello. Te tengo que guardar, le digo. Ronronea. Creo que está llorando. Y yo también.